El viernes pasado por fin tenía plan! Iba a ir a cenar con mi maridito a un restaurante “ideal” que me había molestado en reservar con semanas de antelación; no en vano era nuestro quinto aniversario y queríamos celebrarlo (cuando veo cómo se van a pique parejas de amigos o conocidos que parecían tan felices, me niego a desperdiciar ni una sola ocasión para celebrar que tengo una familia divina. Bueno, o eso me digo ahora, que estoy despejada, escribiendo en la paz de la casa un domingo por la mañana, antes de que amanezcan los niños…).
En fin, a lo que íbamos. Pues eso, que me puse toda guapa para la ocasión y cuando entré en el local, tan fashion, tan minimalista… ¡me dio el subidón de la noche que tenía por delante! Sin embargo, toda la euforia se me vino abajo cuando el metre nos llevó hacia nuestra mesa y vi, no sin cierto espanto, lo confieso, que de vecinitos nos había tocado una joven pareja con un carrito al lado. ¡No era posible! ¡Yo que me había tenido que pasar semanas peloteando a mi sobrina para colocar a la prole, y ahora me obligaban a tragarme los llantos de niños ajenos!
Pensé actuar rápido y decirle a mi chico que pidiera el cambio de sitio, pero claro, me daba cierto apuro, ya que al estar las mesas tan pegadas se me iba a ver el plumero. El restaurante estaba hasta arriba y lo íbamos tener difícil, pero no había que tirar la toalla. También pensé pedir mesa en “fumadores”. Total, yo lo había dejado hacía tres años y últimamente tenía tentaciones de volver a echar un pitillín, aunque solo fuera en ciertos actos sociales. Prefería ahumarme que soportar la tensión del niño.
-¿Te pasa algo Lupe? Te noto un poco pálida
¿Pero es que no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo? Nuestra cena de aniversario iba a ser un desastre. La buena conversación al amor del vino que llevaba días esperando iba a ser inviable si el niño nos empezaba a tirar miguitas de pan, o simplemente, nos hacía una gracia esperando respuesta.
No sé cómo fue (bueno, ejem, creó que el alcohol ayudó un poco) pero me fui relajando. Ni pedimos el cambio de mesa ni sufrí acoso infantil de ningún tipo. La criatura fue una bendita que se quedó dormida al rato de llegar nosotros. Y yo me sentí tremendamente estúpida y egoísta por haber juzgado así a unos padres, que no tenían con quién dejar a su niño y que tenían tanto derecho como yo o cualquiera a disfrutar de un rato de ocio en un restaurante. De hecho, reflexioné, esta es una costumbre mucho más arraigada en el extranjero, e incluso en muchas ciudades de provincia en las que salir a cenar o a un museo…es perfectamente compatible con ser padres, ya que nadie tiene que soportar la mirada reprobatoria del entorno si tu niño se pone a llorar.
Puede que en las grandes ciudades hayamos perdido ese punto de comprensión, de practicidad, o de simplemente, “ponerte en el lugar del otro”. Fantástica costumbre para la sana convivencia de gentes tan dispares.
¿Es costumbre en tu ciudad el salir a cenar con los niños?
¿Has tenido el valor de llevarte a tu niño a algún plan de ocio no apto para peques? En caso afirmativo, ¿te han puesto mala cara cuando el niño ha llorado, gritado o arrojado algún objeto inadecuado?
Opina sobre este artículo y consulta los comentarios.
✅ Contenido revisado y aprobado por el equipo editorial